Os meus pequenos textos feitos desde un territorio tan partillado que resiste ás topografías, como se non existira nos mapas, paisiño de minifundios que desaparecen coas escalas. Eses lugares refugallos que están porque se viven, porque os vivimos, e rexeitan as simples cartografías. Por iso prefero traducir a cuestión de to be or not to be como estar ou non estar. Por iso este sitio non ten mapa, porque non hai unha ruta senón momentos e deses momentos saen palabras.
domingo, 9 de agosto de 2015
Times, may be. Not us
Era Clint Eastwood con zocos de labrego. Era unha festa e os chancos tiñan a sola de madeira e o trasunto de Clint Eastwood con aires de Lee Van Cleef e alma de Billy the Kid empuñaba unha pistola de fulminantes agardando por unha banda de gaiteiros. Eran dous nenos nacidos no século XXI armando un espantallo con roupa vella, con madeira e palla, era Bob Dylan cantando times are changing, era Feijoo explicando aos gandeiros que a Reny Picot e a Lactalis e a Nestlé, era Pat Garret explicándolle a Billy the Kid que os tempos están mudando, era o crepúsculo e había unha festa na que por primeira vez tiñamos máis frío que calor, eran unhas zocas de labrego pisando sen peso de corpo, con ilusión de palla, na herba seca de Agosto, eran os tractores nas rúas mentres os petardos na festa emulaban os tiros de Clint Eastwood con banda sonora de Enio Morricone detrás das gaitas e era unha aldea, e era resistencia.
sexta-feira, 26 de junho de 2015
Invención de la Paz
Durante
el invierno no dejaron de llegar mendigos que venían de lejos.
Tenían la piel oscura y los pies llagados, y aceptaban la esclavitud
antes que el destierro. Extramuros, las montañas estaban tomadas por
bandas bárbaras que prometían a sus milicianos un paraíso donde no
existiera el dolor.
Un
efluvio de peligros inciertos llegaba a la ciudad. Los muros hervían
de consignas y los alguaciles redoblaban la guardia. Se guisaba el
miedo en todos los cuarteles y se bebía esperanza en todos los
bares, crecía como una fiesta la vocación de resistencia. El Rey
ocupaba sus pabellones de caza, lejos, en los antiguos dominios
africanos.
Ocurrió
en verano. Durante dos días, dos pequeñas avionetas sobrevolaron la
ciudad sin descanso, desde el amanecer hasta el ocaso, lloviéndola
de octavillas de colores. Las octavillas pedían combatientes,
arqueros, soldados de infantería, catapulteros y paracaidistas.
Pagaban bien, ambos sexos. Las puertas de los bares escupían
indignación y rabia, los cuarteles salpimentaban el miedo que
empezaba a estar en su punto.
En
los arrabales de la miseria se leían las octavillas. Cada noche, una
columna sin futuro caminaba en silencio afuera de la ciudad, al
encuentro de las tropas que habían venido de no se sabe dónde. Los
bares callaban. En los cuarteles del Rey sobraban cada vez más
platos.
Algunas
noches se oían fragores de batalla pero estaban lejos, en las
montañas, y a nadie le sangraban las heridas. Cuando cesó la
artillería, comenzó el asedio. Los alguaciles cerraron las puertas:
altas, recias, infranqueables puertas de madera, pero en los
cuarteles no había nadie. En los bares no había nadie. En la plaza
no había nadie, sólo consignas empapelando las fachadas.
A
los dos días, la ciudad se había rendido. La resistencia se redujo
a episodios aislados y triviales, como un suicidio colectivo
orquestado por un grupo radical. Quizá las octavillas habían sido
impresas en China, pero nadie quiso averiguarlo. Reinaba la Paz
luciendo majestuosa su manto de silencio y pedrería, y todos
admiraban su elegancia.
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