Os meus pequenos textos feitos desde un territorio tan partillado que resiste ás topografías, como se non existira nos mapas, paisiño de minifundios que desaparecen coas escalas. Eses lugares refugallos que están porque se viven, porque os vivimos, e rexeitan as simples cartografías. Por iso prefero traducir a cuestión de to be or not to be como estar ou non estar. Por iso este sitio non ten mapa, porque non hai unha ruta senón momentos e deses momentos saen palabras.







sexta-feira, 26 de junho de 2015

Invención de la Paz





Durante el invierno no dejaron de llegar mendigos que venían de lejos. Tenían la piel oscura y los pies llagados, y aceptaban la esclavitud antes que el destierro. Extramuros, las montañas estaban tomadas por bandas bárbaras que prometían a sus milicianos un paraíso donde no existiera el dolor.
Un efluvio de peligros inciertos llegaba a la ciudad. Los muros hervían de consignas y los alguaciles redoblaban la guardia. Se guisaba el miedo en todos los cuarteles y se bebía esperanza en todos los bares, crecía como una fiesta la vocación de resistencia. El Rey ocupaba sus pabellones de caza, lejos, en los antiguos dominios africanos.
Ocurrió en verano. Durante dos días, dos pequeñas avionetas sobrevolaron la ciudad sin descanso, desde el amanecer hasta el ocaso, lloviéndola de octavillas de colores. Las octavillas pedían combatientes, arqueros, soldados de infantería, catapulteros y paracaidistas. Pagaban bien, ambos sexos. Las puertas de los bares escupían indignación y rabia, los cuarteles salpimentaban el miedo que empezaba a estar en su punto.
En los arrabales de la miseria se leían las octavillas. Cada noche, una columna sin futuro caminaba en silencio afuera de la ciudad, al encuentro de las tropas que habían venido de no se sabe dónde. Los bares callaban. En los cuarteles del Rey sobraban cada vez más platos.
Algunas noches se oían fragores de batalla pero estaban lejos, en las montañas, y a nadie le sangraban las heridas. Cuando cesó la artillería, comenzó el asedio. Los alguaciles cerraron las puertas: altas, recias, infranqueables puertas de madera, pero en los cuarteles no había nadie. En los bares no había nadie. En la plaza no había nadie, sólo consignas empapelando las fachadas.
A los dos días, la ciudad se había rendido. La resistencia se redujo a episodios aislados y triviales, como un suicidio colectivo orquestado por un grupo radical. Quizá las octavillas habían sido impresas en China, pero nadie quiso averiguarlo. Reinaba la Paz luciendo majestuosa su manto de silencio y pedrería, y todos admiraban su elegancia.

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